La vida es un viaje que inevitablemente conduce desde la
cuna a la tumba. Pero aunque marcado, el trazado de su senda no sigue la línea recta.
Su rumbo se tuerce o gira, como si intentara escabullirse de su destino. Cruzándose
con ella ,acá y allá ,se unen caminos por donde aparecen personas que nos acompañan
en el sendero durante un tiempo, aligerando nuestra carga, hasta que se
despiden de nosotros en la siguiente encrucijada.
Esos lugares donde nuestros trayectos se separan se llaman adioses,
y hay algo en ellos que consigue que
nuestros controles, esos mecanismos que fabrica a medias la sociedad con
nuestros miedos y que evitan que mostremos con ligereza nuestros sentimientos
naturales, salten con facilidad. Tal vez sea que uno nunca sabe realmente cuánto
puede durar un adiós, si apenas un rato o para siempre, o puede que tenga que
ver con la certeza de que los hasta luego de hoy son el anticipo reducido de lo que será la despedida
final.
No nos gusta decir adiós. Cuando son esperados, los días que
les preceden se tiñen del color de las hojas del otoño. Somos como un arma,
cargada de nostalgia y presta a disparar. Sabemos que el momento llegara, pero no
queremos que lo haga, nos volvemos perezosos, esperando que el reloj se apiade
de nosotros y ralentice su ritmo.
Pero todo tiene su fin. Tocan las campanas, y aunque
retrasamos el momento de mil formas, paladeando los últimos minutos como si
valieran (y valen) por horas, la partida tiene que tener lugar.
Repartimos palabras, besos, abrazos, y tal vez, incluso,
alguna lagrima. No queremos llorar, porque la sociedad nos dijo que era símbolo
de debilidad, o porque nuestros instintos nos pretenden proteger del peligro
que suele significar mostrar nuestros sentimientos. Y sin embargo...pocas cosas
son más hermosas que una lágrima robada en el instante justo, ninguna otra gota
puede regar mejor las flores del alma, nada nos hace más humanos, nada más
divinos.
Si el hombre está hecho a la imagen del Dios, regalar nuestras
lágrimas a otra persona nos eleva al cielo.
Y llega la tristeza, o mejor sería decir que se hace
visible, porque estar ya estaba allí. Y seguramente la odiamos, nos molesta su
presencia…y nos equivocamos. Creemos que la tristeza es mala, porque pensamos
que la vida debe ser, mientras se pueda ,un lugar alegre. Y no nos damos cuenta
de que la tristeza no es malvada, sino todo lo contrario.
Solo si algo merece la pena el perderlo nos pone triste. La
tristeza es el mejor elogio al amigo que se va, a lo que vivimos con él, a lo
que paso y a lo que aun podrá pasar. Sin tristeza no sabríamos que es la
verdadera alegría, no podríamos calibrar lo que las cosas significan, seriamos
menos. Ninguna persona ama menos que
aquella a la que todo se le dio, a la que todo se le consentía. Seguramente ellos nunca sabrán lo que implica
la tristeza, como mucho podrán conocer la rabia.
Así que hoy no puedo evitar, a pesar de todo, sentirme más
feliz que ayer. Ver a gente emocionarse, admirar como sus sentimientos nos
calentaban a todos te hace mejor persona.
Y como dijo Cervantes, “Donde una puerta se cierra, otra se
abre”.
Ayer nos dijimos adiós, pronto nos diremos Hola. Hasta
entonces, amigos.