En “Muerte en la pradera” fui el quinto en entrar al Saloon.
Apenas un segundo en pantalla y quince dólares en el bolsillo.
Pero pudo ser peor.
Aún recuerdo mi debut, en “El Pistolero más rápido al Oeste del Pecos”,
donde mi rostro ni siquiera apareció en
pantalla, un giro de cabeza convirtió un
plano lejano de mi hermosa coronilla en mi primera contribución a la historia
del cine. Eso fue en el minuto 32 de la película.
En el 37 aparecí de espalda, entre nubes de humo producidas por el polvo levantado por los
forajidos y sus revólveres disparando. En la escena siguiente, mi cadáver
tumbado aparecía en una toma general del
lugar del tiroteo.
No fue un inicio espectacular, aunque en mi pueblo las
entradas se agotaron en el estreno y recibí más de una carta admirando la
sobriedad de mi actuación.
Uno de los entresijos de la industria del que tal vez
ustedes no hayan oído hablar jamás es el curioso sistema de tarifas con el que éramos
remunerados el numeroso (y siempre hambriento) cuerpo de extras de las
producciones de la Metro ambientadas en
el Oeste. No le podrán negar su lógica evidente.
En historias centradas en figuras heroicas como son los
western, sin duda debe ser el protagonista el que marqué el salario. Aunque sea
de una manera peculiar. Se pagaba la cercanía a este, los secundarios (en mi
caso no llegaba a terciario) que le acompañábamos en sus andanzas, destinados
en nuestra mayor parte a servir de interludios dramáticos en la película, es
decir, a caer sucesivamente abatidos por los enemigos del héroe (que mientras
tanto permanecía sin un rasguño, el muy….) cobrábamos según el puesto que
ocupábamos tras él en la típica e inevitable entrada al Saloon, escena que
jamás faltaba en western que se preciara. Era duro, tras años de esfuerzos, ver
como uno apenas lograba avanzar algún puesto en la fila.
La rivalidad era inevitable, y los trucos, también. Para destacar
sobre los otros estaban los que se dejaban barba, el que se teñía el pelo de un
rojo violento o el que intentaba dar un toque “original” al trillado vestuario
de cowboy con un pañuelo de algún color especial, una cinta en el sombrero o,
atrevimiento supremo, una camisa que no fuera a cuadros.
Claro que esto también era un riesgo, y más de un compañero
fue despedido ipso facto tras sorprender desagradablemente a algún director
poco amante de estos detalles de color.
Fueron tiempos duros, si, pero también hermosos. Saber que
se está haciendo historia del cine, aunque fuera mínima (poco más que una coma
en la página 615 del tomo 21 de la enciclopedia del Cine) era un orgullo, y más tratándose de gente amante
del séptimo arte. Y siempre, aunque cada vez más apagada, estaba la esperanza.
La esperanza en que algún director se fijara en ti y te
diera un papel que te permitiera aparecer en los títulos de crédito.
No, no siempre era esta una fe sin recompensa. Ahí está el
caso de John Littlemill. Tras participar en docenas de films, de ser tiroteado
en 15, morir en 12, ver aparecer su rostro (fugazmente) en cinco, y llegar a
hablar en dos (tres si contamos su participación en una canción colectiva
alrededor de un piano) un día llegó su momento.
Era una de esas escenas multitudinarias de Saloon, con dos
mesas repletas de jugadores, coristas bailando y borrachos pululando de un
lugar a otros.
John formaba parte como bulto informe de la multitud (hombre
sujetando vaso de Whisky al final de la barra, así se definía su papel), pero
entonces, uno de los jugadores de póker enfermó. La trama estaba enfocada
justamente en esa partida, así que era necesario substituir al tahúr. Y quiso
la suerte (fue la única ocasión en que a tener el rostro que tenia John se le
pudo llamar suerte) que el encargado de personal encontró un evidente parecido
entre la cara del enfermo y la de nuestro amigo.
Así que, sin comérselo ni bebérselo (esto último no es
cierto, beber bebió todo lo que pudo para soportar los nervios), el bueno de
John se sentó en la mesa principal para, enfundado en un traje negro y un
sombrero a juego, disputar una imaginaria partida. Y lo mejor de todo, incluso
habló. Fue una sola línea, breve, pero intensa. Dijo: “paso”, mientras arrojaba
las cartas con singular donaire.
Meses después, todos sus esfuerzos de años, se vio
correspondido cuando, en los títulos de crédito finales, situado entre el
enterrador y el Mexicano apoyado en el muro(así venia en los créditos), vio
aparecer, en lo que fue el instante más glorioso de su vida, su nombre…
John Littlemill como….el jugador número doce