Y estaciones.
Como puentes que nos conectan con la realidad, surgen tras kilómetros de ese
decorado al que se ve reducido el paisaje visto desde la ventanilla del vagón.
Son todas parecidas, con sus almacenes vacíos,
los relojes marcando los retrasos, esos cada día mas escasos viajeros…Y sus
despedidas. Desde que nacieron, su destino estaba trazado. Y esos muelles en
tierras que son los andenes son el marco inevitable en el que adioses y
bienvenidas se repiten hasta en fin…
Porque siempre
hay un fin. De cuando en cuando, el tren pasa junto a una estación sin
detenerse. Casi me parece escuchar en esas ocasiones un lamento prolongado,
como si el lugar llorara por la ingratitud
de ese hijo de metal que no vuelve a su seno. O como la amante
descartada por un galán sin escrúpulos, siempre en busca de nuevos apeaderos.
Una estación
abandonada es uno de los lugares más tristes del mundo. Es la representación
gráfica de la decadencia, un monumento al fracaso. Su presencia te abre los
ojos, te deja ver como se cierran las puertas al futuro, como se cortan los lazos
con el resto de la tierra.
La vida sigue,
pero en parte, desde el momento de su cierre, lo hace sin ti.
Y cada uno de
esos trenes que pasan veloces frente a los muros caídos, es una puntada más en
el telón de su despedida.
Y allá atrás,
cada vez más perdido en el pasado, ese momento en el que el último tren partió
de su andén. Solo las frías vías, ya nunca calentadas por el roce del metal,
permanecen como testigos mudos del final de una esperanza, del ocaso de una
era. Y mientras sigan allí, nadie podrá borrar completamente las huellas de ese
adiós.