viernes, 11 de diciembre de 2015

Cuarenta


Cuando era niño, recuerdo que ansiaba ser mayor. Para saber de todo. Creía que los adultos tenían el secreto del conocimiento, que si te mandaban y te decían que tenías que hacer era porque ellos no tenían dudas ya. Crecer era en suma, en mi pensamiento, estar lleno de seguridades.

Con el tiempo te vas dando cuenta de que nada de eso es cierto. Pasan los años y no bajó aún el espíritu santo a revelarte la verdad sobre las cosas. Y sabes que ya nunca lo hará. Te diste cuenta de que tu eres ahora uno de  esos adultos que te decían que hacer. Y que en realidad no sabes que hacer. Y a poco que sigas el hilo de tu pensamiento, comprendes que ellos, en su momento, tampoco lo sabían.

 No, lo importante no era saber, sino parecer que sabían. Y que no se notaran las dudas. Ese “Porque yo lo digo” tras uno de esos insistentes “¿Y por qué?” infantiles era en realidad  un reconocimiento de una derrota. Habías ganado, pero tú por entonces pensabas que habías perdido.

Si cuando uno es “viejo” comprende ciertas cosas suele ser más por haber cometido cien errores que por haber leído mil libros. Experiencia, lo llaman. Seguramente nada es más importante. Y sin embargo nuestra sociedad a veces parece querer negarnos ese don.
Sobre protegemos a los niños hasta que ya no lo son, y aún así seguimos tratándoles como tales, hasta que llegado un momento, les abandonamos. Búscate la vida, encuentra un hueco donde acomodarte, vive como un animal salvaje, aunque sólo seas un pobre cachorro domesticado, que no sabe moverse demasiado bien en esa jungla que es la vida laboral. Y luego nos extrañamos de que, criados entre comodidades, pidan ayuda.

Si nos negamos(o les negamos) el derecho a cometer errores, nos arrebatamos el premio a aprender de los mismos, a madurar, a convertirnos por fin en adultos. Porque ser adultos, en primer lugar, significa asumir responsabilidades. No es tanto una edad física como mental. Otra cosa es hacerte viejo. Son conceptos que a veces se confunden en el tiempo y en el espacio, pero que no son sinónimos.

Hacerte mayor. En esas dos palabras está implícito uno de los cambios más radicales que cualquier persona va a sufrir a lo largo de su vida. Y  va llegando en pequeñas dosis, sin apenas darte cuenta de que está pasando, hasta el día en que, de repente, lo ves.

Hay un momento en la vida en que la perspectiva cambia. No es que dejes de avanzar, pero es como si hubieras terminado de subir una larga cuesta y comenzaras el descenso hacía el final del trayecto.No sólo eso, tienes la sensación de que vas más rápido, que todo va más rápido. Y aunque quieres frenar, no puedes.

Ser mayor es ir mirando cada vez más hacia atrás que hacía adelante, que te des cuenta de que has perdido ya muchas cosas que jamás volverás a recuperar, que sólo permanecen en tus recuerdos, cada vez más difusos.

Vas siendo consciente del aterrador paso del tiempo, de cómo la arena no deja de caer, con un sonido tenue, pero imposible de ignorar, convirtiéndose en la banda sonora, permanente, de tu subconsciente.

No eres viejo, aún, pero ya no eres joven. Ya no eres joven, te repites, mientras comprendes las tremendas implicaciones de eso. Y de que en el camino de la vida, ya no hay marcha atrás.

Y de pronto entiendes que nunca tendrás tiempo para todo. Que de todos esos libros que has ido dejando para después, muchos nunca los leerás. Y ahora recuerdas todas esas ocasiones en la que perdiste el tiempo inútilmente, en todas esas oportunidades de hacer cosas que dejaste pasar, en como desperdiciaste, sin sentido, tu vida. En suma, en como dejaste de vivir, para dejar simplemente pasar la existencia. Pocos delitos tan graves, pocos que tengan implícitos en si mismos tanto castigo. Una especie de suicidio a plazos.

Hacerte mayor es, sobre todo, por encima de todo, darte cuenta de que esa sensación de eternidad que teníamos de jóvenes  era una ilusión, de que somos finitos, mucho más de que lo nunca pensábamos que fuéramos. Vas viendo irse gente, cercanos y lejanos. La muerte ya no es algo que vieras casi como un mito, la ves a tu alrededor, como una vecina incomoda y cercana.

Si uno lo piensa demasiado, es algo terrible. La inexorabilidad de nuestro destino, el final seguro al que todos, tarde o temprano estamos condenados, esa sensación de futilidad de todas nuestras acciones. Por eso no hay que pensar demasiado, o terminaríamos creyendo que la vida no es en realidad otra cosa que una larga carrera hacía la muerte. Que Vivir es ir muriendo.

Igual, por eso, tenemos hijos. Es la forma que tiene la vida de decirnos que aunque nosotros faltemos, algo nuestro seguirá perdurando. Si  nuestro talento no nos permite crear grandes obras que sigan haciendo sonar nuestro nombre en nuestra ausencia, al menos la naturaleza nos concede otra forma de perpetuarnos. No somos nuestros hijos, pero una parte de ellos, somos nosotros. Y hay más, mucho, mucho más…

Volvamos a nuestro pasado. Hasta donde seamos capaces de llegar, a nuestros primeros recuerdos. En mi mente aparecen un atropello, un atlas, una tarde de lluvia gallega, un viaje en el autobús, un recreo. Casi no son ya imágenes, apenas destellos, unos cuantos fotogramas de  cine mudo. La memoria se va, y nunca volverá. De hecho alguna de esas cosas que recuerdas ya no son memoria, sino creaciones de tu propio cerebro. Cada vez es más difícil estar seguro de que fue real y que maquillaje mental.

Pero aunque ya no estén ahí los recuerdos, una cosa permanece. Las sensaciones de descubrimiento.  Nada, ninguna otra cosa que podamos ir extraviando con el tiempo es más dolorosa que la perdida de esa sorpresa, de ese ver, sentir por primera vez algo. 

Todos intentamos agarrarnos a los últimos rescoldos de ese fuego casi extinguido. Basta ver a esos ancianos sumergidos en la nostalgia de esos tiempos en los que eran jóvenes. Y no, en realidad no echan de menos esos tiempos, echan de menos esa edad.

  Por mi parte, si hay algo de lo que estoy orgulloso, por encima de casi cualquier otra cosa, es ver que en mi interior aún sigue ardiendo la llama de la búsqueda. De querer saber más. De perderme en el océano de internet, navegando entre artículo y artículo de la wikipedia, en busca  de nuevos conocimientos.  El día en el que piense que ya se lo suficiente, que no hace falta buscar más allá, ese día, es cuando de verdad estaré muerto. Aunque siga respirando.

 La curiosidad mató al gato, pero a mí me da la vida.

Regresemos al presente. Más allá de esa perpetuación de tus genes, tener un hijo es precisamente como una segunda oportunidad que nos da la vida. De volver a sorprendernos con la magia del descubrimiento.

Porque si, para tu retoño todo es nuevo…exactamente igual que para ti.  Cada nuevo paso que da él es un nuevo paso para ti, y cada día, aparece algo nuevo que anotar. El marcador de recuerdos avanza a un ritmo frenético, con la gratificación de que todos ellos son ahora compartidos.

Es una oportunidad tan enorme, que desaprovecharla no es una opción. Paradójicamente algo que te hace mayor (ser Padre implica una asunción de responsabilidades como casi ninguna otra cosa en el mundo), es a la vez algo que te da nueva vida. Nada es nunca tan simple como parece.

Y ahora, una vez expuestos ciertos temas, vamos de verdad con el meollo de la cuestión.

Lo que no he perdido tampoco con la edad, como podéis comprobar, ni un ápice, es mi facultad de divagar. Uno esperaría que después de tres páginas, párrafo tras párrafo de densa escritura, el autor hubiera comunicado, de algún modo, el sentido de este texto. Y lo hice, pero a mi manera.

Mañana cumplo cuarenta años. Llevo desde hace unos meses con eso en el pensamiento. Viendo acercarse las cifras en el horizonte, cada vez más y más grandes. Se me antojaban una especie de puerta hacía la vejez. Como si cumplir 40 años implicara volverme, de pronto, un anciano. Y por mucho que intentaba no dejar que mi pensamiento se dirigiera en ese sentido, sabía que mi cerebro proseguía con ese hilo, subrepticiamente, allá donde no podía verlo pero si sentirlo. En los últimos tiempos cumplir años era un placer, porque estaba gozando de la vida como nunca antes lo había hecho. No me sentía más viejo, sino más pleno, no se acumulaban los años, sino las experiencias... Pero ahora, de golpe, parece que todo se torcía por un simple número. Nada más que un número.

Menuda gilipollez.

Pero sin embargo, sí que hay un momento este año en el que mi existencia se transformó, para siempre. Y se justo cuando fue.

El dos de enero, a las 21:00, cambio mi vida.

Una hora y media después nacía Marco.

Ese espacio de tiempo, esa eternidad de 90 minutos, es el más terrorífico que he vivido jamás.
Aún me cuesta (y no creo que eso logre superarlo jamás, esa sensación seguirá conmigo, para siempre) volver a recordar a esos momentos sin que mi cuerpo se estremezca. De cómo ir a cenar una pizza se tiñó de rojo, de ese miedo tan salvaje que nos asaltó, de ver como el mundo parecía derrumbarse a nuestro alrededor.  Soy capaz de rebobinar a cámara lenta cada uno de esos instantes, de que en mi mente resuene cada palabra, de resucitar la angustia mortal de cada uno de esos segundos. 
No recuerdo las caras de esos ángeles que vinieron a salvarnos a todos (porque nos salvaron a todos, no sólo a mi hijo y a mi mujer) porque en aquellos momentos hubiera sido incapaz de memorizar cualquier rostro. Eso me jode, me jode muchísimo, porque si alguna vez me los volviera a encontrar sería incapaz de darles las gracias como se merecerían.

Y luego, su marcha, mi soledad momentánea, la soledad más enorme que he sentido nunca. Me recogieron, alguien que siempre está ahí cuando lo necesitas, llegamos al hospital.

Allí, más angustiosa espera, una llamada, y unos minutos de breve respiro, al poder ver qué madre y bebé estaban bien. Pero empiezas a ver caras de preocupación entre el personal, sabes que no te lo quieren decir, pero en sus rostros te lo están diciendo. Algo no va bien.

Y de nuevo, otra vez la espera, mientras en el interior del quirófano se está jugando todo. Y entonces, como durante todo ese tiempo,  te vuelven a asaltar el mismo pensamiento, una especie de pacto con el destino: si tienes que llevarte a alguien, que sea a mí, pero deja que ellos vivan.

Ahora rememoro eso, llorando mientras escribo esto (si, los hombres lloran, y pienso seguir haciéndolo, cada vez que me emocione) y es cuando entiendo que lo de cumplir los cuarenta no es más que una inmensa basura. Que en realidad, desde ese día, todo lo que viva es vivir de más, que volví a nacer, y poca gente puede tener esa inmensa suerte, y sólo me toca dar las gracias por tener esa oportunidad.

Se abre la puerta. Cuando a veces se dice que una imagen vale más que mil palabras, nos quedamos cortos. No recuerdo tampoco el rostro de la enfermera que salió, pero si su sonrisa. Esa cara de “todo fue bien”.  Antes de que dijera nada, pude volver a respirar. Me dijo que ella estaba bien, que tenía que recuperarse de la operación. Y que si quería pasar a ver al niño. La seguí, cojeando, física y mentalmente.

Me dejó sólo, en un pasillo. Por un segundo, pensé que se había equivocado, allí no había nada. Hasta que me giré. Y desde allí, desde la incubadora donde reposaba de su llegada a un nuevo mundo, me dirigieron la mirada más intensa que jamás he recibido. Porque sin realmente mirarme la sentí dentro de mis entrañas. Y empecé a llorar.



Jamás he sido tan feliz como durante ese llanto.

Este año ha sido uno de los más duros que recuerdo. Comenzó de una forma abrupta, y desde ahí parece que decidió continuar esa senda. No ha sido fácil, y estuvo lleno de altibajos, de muchas noches en vela, dudas, cansancio, desencuentros y sufrimientos. Tener un hijo es algo maravilloso, pero infinitamente complicado.

Y sin embargo, es imposible arrepentirse. Semana a semana vas enamorándote de esa criatura que depende de ti, hasta el punto que uno sola de sus sonrisas vale más que cualquier otra cosa que sucediera en el día. Sabes que tu escala de valores ha cambiado, que cosas que creías importantes no lo eran tanto. Eres diferente, de una forma que nunca se podrá entender hasta que le suceda a uno. No es un secreto, pero no se puede explicar. Te has convertido en Padre, y ese es el mayor de los títulos posibles que jamás podrás tener. Al menos en mi caso. No creo que nada de lo que he hecho o vaya a hacer, sea más importante que haber tenido a mi hijo.

Y ahora, cerremos el círculo. Volvamos a aquel (ya tan lejano) párrafo con el que comenzaba esta historia. Ahora han cambiado las tornas, y estamos viendo la escena desde el lado contrario. Un mismo actor, haciendo los dos papeles, con unas cuantas décadas de diferencia. Dicen que el mundo es un gran escenario, pero es inútil que esperemos los aplausos al final de la función. Ya no los escucharemos, cuando suenen.

No, nunca sabremos todo. De hecho, lo más cerca que estaremos jamás de la sabiduría es cuando comprendamos que cuanto más sepamos sobre cualquier tema más dudas tendremos, y menos certezas. Y entender que no se trata tanto de lamentarse por lo que no tuvimos, sino de disfrutar de lo que tenemos.

Mañana se cumplirán cuarenta años desde que nací. Hay partes para olvidar, muchas hojas en blanco, y desde hace un tiempo, un frenético garabateo, en busca de recuperar el tiempo perdido.

También mañana se cumplirá un siglo del nacimiento de Frank Sinatra. Y quiero terminar esto con una canción suya. Esperando poder decir, al final de mis días, lo mismo que canta él, que viví la vida, mejor o peor, pero a mi manera.



Fin

Posdata: Quisiera dedicar esto a una maravillosa persona, @cchurruca, que nos dejó hace unos días, demasiado pronto. Nadie puede vivir por otra persona, pero si intentar aprovechar la vida al máximo, en su homenaje. Eso haremos, te lo prometemos. Buenos días.