lunes, 24 de diciembre de 2012

La navidad contada a los extraterrestres



Si, mañana los humanos celebramos esa cosa...como era...si, esa donde nos reunimos con la familia, incluso con el cuñado pesado ese que no soportas, y por supuesto el Tito Juan que se cree gracioso y se pasa la cena dando por culo. Y nos hinchamos a comer como si no hubiera mañana, y alguien tiene que poner la jodida cinta de villancicos que no hay manera de que se ralle, como todos los años. Y siempre alguno termina medio borracho (casi mejor ser uno mismo, al menos te reirás por fin de los chistes de tu tío...y con suerte, hasta le vomitaras encima). Ah, y por la tele, en todos los canales aparece el mismo tipo diciendo algo de La reina y yo y que le congratula. Y todo lleno de niños gritando y tu pensando que total, en vez de celebrar nacimientos lo que se debería es hacer algún homenaje a Herodes y al inventor de la píldora...Ah, que nostalgia traen estas fechas, sniff...

"De la navidad contada a los extraterrestres", salmo I

miércoles, 12 de diciembre de 2012

35+2



Pocas cosas hay más inútiles en la existencia que medirla en años. Es como juzgar un libro por el número de páginas, en lugar de por su contenido. 

Se puede tirar la vida. Dedicar años y años, metódicamente, casi sin esforzarse, a dejar que el mundo y las cosas pasen alrededor tuya, mientras metido en una burbuja evitas implicarte. No sufres, tampoco amas. Piensas que si no sientes no te dolerá. 
Cierto, porque a un muerto nada le duele. 
 La vida es eso que les pasa a los demás, mientras tú miras desde la ventana, cerrada, de tu torre de marfil. Y así pasa el tiempo, sin objetivo aparente…al menos que consideres que el objetivo es justo ese, que pase. 

Y teniendo en cuenta el inevitable final con el que acaba el juego, pocas cosas pueden ser más estúpidas. Y en realidad lo sabes, pero si lo admitiera tendrías que hacer algo…

La mayor parte de mi vida he considerado que era un desastre completo, que no servía para nada. Demasiados complejos, demasiada cobardía. Si agachas la cabeza una vez, es más fácil agacharla una segunda, y una tercera. Al final creerás que es lo que tienes que hacer, siempre.  Escoger lo menos duro, evitar los retos, dejar que otros resuelvan las dificultades.  Hubiera podido seguir así por siempre, pero… Tuve suerte. 

 Lo primero, nunca culpé a los demás de nada, como intentó no hacer jamás sobre cosa alguna. Si quieres ser libre, no puedes eludir la responsabilidad. Y si quieres ser feliz (que es lo único que merece la pena  buscar en este espera permanente hacia lo inevitable que son nuestros días), quejarte, amargar tu existencia y la de los demás con tonterías son el camino equivocado. 
Antes de quejarte de lo mal que esta el mundo y lo duro que es contigo, plantéate de verdad si es cierto. La mayoría de las veces el problema no es el mundo, eres tú y la mirada equivocada con que lo contemplas. Y luego…

Por un lado, un día, de repente, me di cuenta de que no era un inútil en mi trabajo. Que se me daba bien, que la gente terminaba contenta conmigo, y sobre todo, que me gustaba. Que no estaba haciéndolo solo por tener algo a lo que agarrarme, sino que el trabajo en sí, su resultado, era una satisfacción personal, que por fin, en algo, podía estar orgulloso de mí mismo. Creo que el momento en que esto sucedió, hará unos 4 años, fue uno de los más importantes de mi vida. 

El otro motivo de mi cambio, que me destrozaron el corazón. 

Seguramente, es lo mejor que me ha pasado nunca…

Hace tres años, un 13 de diciembre del 2009, escribía esto:

“Nació con el don de la risa, y la intuición de que el mundo estaba loco…”

Así comienza Scaramouche, en lo que es uno de los mejores principios de la historia de la literatura. De hecho hay muchos libros (y vidas), que no llegan a poseer en todo su extenso (y baldío) contenido una chispa de genialidad semejante.

¿Pero…cuando comienza algo, realmente?

Generalmente las historias que vemos o leemos, se limitan a mostrarnos un periodo limitado de la vida de una persona (o sociedad, o época). Fijémonos en el Quijote. Nos encontramos con un protagonista de edad avanzada, y conocemos sus peripecias a lo largo de un cierto tiempo, muy reducido. Pero todo lo que fue su vida anterior queda definida en unos pocos párrafos.

En cierto sentido, si seguimos el hilo del pensamiento, podríamos decir que no importa lo larga que sea una vida, sino lo que en ella se viva. Que alguien puede tirar quince o veinte años de su existencia, perdido en la inanidad, y luego vivir en seis meses experiencias suficientes como para escribir varios libros (o al menos uno delgado con letras gordas). Y esas vivencias pueden ser hermosas, o terribles, pueden llenar el corazón de gozo, o rasgarlo con cicatrices indelebles. Porque no existe día sin la noche, como no puede existir la alegría sin el dolor.

Pero…el día que de verdad entendemos que es mejor arriesgarse y fallar (ese manoseado “mejor haber amado y perdido, que nunca haber amado” no por repetido menos cierto) que encerrarse en una concha intentado no sufrir (y con ello de paso negándonos el acceso a la felicidad), ese día, seguramente volvemos a nacer. Y tal vez ese nuevo comienzo sea mucho mas verdadero que aquel lejano momento del que nunca podremos acordarnos porque la consciencia de nuestro ser llega siempre con unos años de retraso.

Nunca, nunca, es demasiado tarde para volver a empezar, y a veces es necesario un traspiés, una dolorosa caída, para volver a levantarse y arrancar de nuevo. Lo que nos hizo a los humanos lo que somos fue nuestra facultad de adaptación, nuestro cambio perpetuo. Porque si algo nos caracterizas, es que no somos (y malo del que sí que lo sea), la misma persona a los 20 que a los 30, de que el recorrido vital que hacemos va sumando experiencias, que a modo de ladrillos nos ayudan a seguir construyéndonos continuamente a nosotros mismos. 
Y aunque pensemos que no podemos hacer algo, aunque seamos incapaces de imaginarnos haciendo ciertas cosas, muchas veces nos llevamos la sorpresa, años después, de que tales cosas las hicimos. Y no es que nos convirtiéramos en superhombres, ni magia alguna nos tendió la mano para ayudarnos. Solo nosotros somos capaces de derrotar a nuestro mayor enemigo, nosotros mismos, y el peligroso conformismo que nos atenaza. Nunca digamos “No podemos”, al decirlo plantamos la primera piedra para el desastre.

Y al tiempo, debemos dejar de vivir el pasado (porque no podemos vivir algo que está muerto por definición), y pensar que siempre mañana será otro día, con 24 nuevas horas esperando que las usemos para lo que queramos. Y nadie más que nosotros seremos responsables de nuestros actos y nuestras decisiones, de nuestros fracasos, pero también de nuestros éxitos. Porque esa libertad nuestra que tanto temor causa a casi todo el mundo (si existen los totalitarismos es por el miedo que la gente se tiene entre sí, y en el fondo, a si misma) es lo que nos hace ser una especie de dioses a pequeña escala.

Ayer cumplí 34. En los últimos tiempos, cada cumpleaños era para mí un trago amargo, un paso más hacia el final del camino, un estar más cerca del adiós, un ver como la juventud se me escurría entre los dedos, como los granos de arena de la playa. Y eso, el pensar más en el final que en el recorrido, me impedía disfrutar de todo lo que la vida ofrece.

Ayer sin embargo, estaba contento. He cambiado, me encuentro más vivo que jamás en mi vida, intento superar día a día los miedos que me atenazaban, y arriesgarme donde antes me retiraba, hacer cosas nuevas, descubrir nuevas experiencias. Nada está escrito, y aunque el amargo fruto de la derrota sea más de una vez el único premio que me aguarda, prefiero cosecharlo antes de ser un mero espectador de mi propia existencia.

Si alguien me hubiera dicho tres meses atrás que vería el mundo con estos ojos, le habría tachado de loco. Para mi entonces solo se abría por delante un tenebroso y oscuro túnel sin final. Descubrir que tenia salida, y que tras él el sol brilla más fuerte que nunca, es seguramente lo mejor que me paso jamás.

Nunca rendirse, nunca bajar los brazos, siempre tener esperanzas, pero al tiempo poner el esfuerzo necesario para que esas esperanzas no sean mera quimera. Y si, sin duda, tener suerte, y que los hados sean benignos contigo. Pero una cosa es que la suerte influya, y otra dejar a nuestro destino únicamente en los cambiantes designios de la diosa fortuna.

Me despido de vosotros, deseándoos que mañana sea otro día…que es mucho más de lo que parece….

El año siguiente, un 12 de diciembre del 2010, añadía estas palabras a lo anterior:

Volvemos al presente, 12 de diciembre del 2010.

…Y pasó un año. Y ahora, conduzco, en uno de esos pequeños milagros cotidianos que nada parecen y todo lo son. Y tras un principio de otoño frenético, estrené coche, trabajo, y piso. Me dio tiempo a sentir dolor, alegría, esperanza, desilusión, a estar en una nube y a caerme de ella, a creer que me ahogaba y a respirar al fin, a andar un trozo más del camino…en suma, a vivir. Y ahora, en una especie de truco lingüístico, las palabras se trastocaron, dejé de ser un joven maduro, para pasar a ser un maduro joven…

Releo ahora lo que escribí en mi anterior cumpleaños, y en cierto sentido, y por una vez, me siento orgulloso. Este año cambio mi vida, y en muchos casos sin que por entonces hubiera podido imaginar lo que iba a suceder. He hecho cosas, me he arriesgado, me he atrevido, he cambiado. Y si, algunas veces salió cara, otras surgió la cruz. Pero al menos la moneda giró, estuve en el juego, deje de ser espectador, para protagonizar mi propia historia. Y aunque la sonrisa de mi rostro sea amarga en ocasiones…sigue siendo una sonrisa.

Y ahora, si, volvemos de verdad a la realidad actual.

Y si jamás hubiera podido imaginar entre los 34 y los 35 lo que me iba a suceder, creo que aún más me costaría creer lo pasado en los dos últimos años. 

Y aunque parezca  que buscó, como en una de esas almibaradas películas de amor de sobremesa, darle un toque emocionante al argumento,  fue justo esa fecha en la que escribí lo anterior, justo esa noche, cuando algo comenzó a palpitar en mi interior.

Una  cena entre compañeros. Tras la misma, acudimos a  continuar la fiesta a un antro al cual jamás he vuelto a acudir. Y allí, entre copas y canciones, la vi.

 En realidad, para ser absolutamente sincero, ya la había “visto” antes y ya me gustaba. Pero ese noche, mientras la miraba bailar, disfrutando como una niña con zapatos nuevos, sacando el ritmo que guarda en su cuerpo, siendo libre, como solo lo es cuando se deja arrastrar por la música, en ese momento, supe que tenía que ir a por ella, que si no lo hacía seguiría siendo el hombre más estúpido del  mundo.  
 Y tomé el propósito de intentar conquistarla. A mi modo lento y torpe, pero a mi modo. Sin dejar que nadie me aconsejara ni me dijera como actuar, esto era entre ella y yo, entre esa diosa pelirroja alrededor de cual se movía el mundo aquella noche otoñal y este menudo mortal al que había embrujado.

Y no puedo quejarme. A pesar de que descubres que el amor no es algo a lo que llegar sino que mantener, no una meta, sino un camino. Y que en el resto de los días que te quedan por vivir nunca volverá a haber descanso. Pero de eso se trata, de vivir. 

Y es a lo que pienso dedicarme cada minuto que me resté, con pasión, disfrutar de lo que hago, disfrutar de lo que tengo, disfrutar de lo que aún me queda por aprender. Y que el día que me detenga, que pierda la curiosidad, sea el último. 

Hasta entonces…

martes, 4 de diciembre de 2012

El silencio





Algunos dicen que una vida no termina hasta que se borran  los últimos restos de su memoria. Es como la humedad que queda en la tierra tras la lluvia, todo lo que fueron tus actos empapan el mundo que te rodea, y permanecen allí, como recuerdo a lo que fuiste, aun cuando tu cuerpo se desvaneció largo tiempo atrás.

Pero… ¿Y si de tu memoria solo queda un cartel oxidado, clavado en una cruz rota, sobre una tumba perdida? ¿Un nombre y una fecha pueden atarte aún al mundo, o solo son una especie de ticket de salida?

“Aquí yace Edouard Ivaldi…”, cabo, muerto en Dios sabe que gloriosa ofensiva (o tal vez en alguna fiera defensa), en honor a la patria, al ejercito, o a este solitario y embarrado rincón donde quedó su cuerpo.

Durante unos días este miserable solar, donde nada crece demasiado ni nadie reclamó nunca, se convirtió en el centro de todos los partes de guerra. Día a día se hablaba de ganar cien metros, de tomar la cota 130 y del heroísmo de nuestro ejército. Cada una de esas frases estaba escrita con la sangre de un soldado, de un batallón, de un regimiento. 

Y cuando la batalla y la guerra trasladó su voluble atención unos kilómetros más allá, las piedras continuaron su eterno descanso, ahora con la compañía de unos miles de jóvenes huesos.

En sus castillos de la retaguardia, los generales escribirían en las órdenes del día que los objetivos habían sido alcanzados. Se había logrado elevar un muro contra el enemigo.

Había sido alzado con los cadáveres de cientos de soldados. Uno de ellos (ahora poco más que una especie de metafórico ladrillo humano) era el de Edouard.

Supongo que alguien le lloró entonces. En su casa, en alguna perdida aldea de la Isla de Francia, una carta timbrada con un sello oficial sería entregada de manos de algún adusto oficial, y unos padres desconsolados (y analfabetos) pedirían al portador de la misiva que les leyera el epitafio de una vida.

Sobre la chimenea una fotografía iría descoloriéndose, mientras las flores se marchitaban a su alrededor. La hija de los vecinos lloraría en silencio durante unos meses, para terminar casándose, tiempo después, con el hijo del panadero…

El bosque  creció sobre el campo de batalla. La sangre de los muertos regó sus raíces que cubrieron como una mortaja verde los despojos de la guerra. De cuando en cuando una mina convertía a un corzo en charcutería instantánea, pero poco más turbaba el descanso del  guerrero.

Edouard no fue un Héroe. Según contaba su esquela murió cumpliendo su deber…O tal vez es que, simplemente, su deber era morir.

Cien hombres más murieron allí el mismo dia. Nadie los recuerda hoy. Había obreros, dependientes, muchos campesinos y hasta algún escritor maldito. Las balas que los mataron no hicieron distingos. Nunca lo hacen. No son jueces, solo verdugos. No distinguen al malvado del bondadoso, al viejo del joven. Cien gramos de metal, una capsula de muerte de las que se facturaban millones en unas horas aquellos días, bastaban para acabar con 30 años de existencia y quien sabe cuántos mas de futuro.15 céntimos, el precio de un cartucho, eso es lo que valía entonces una vida humana.

En su lapida ponía muerto por la Francia, como hubiera podido decir Inglaterra o Alemania. Nadie muere por un nombre, sino por una bala. Como mucho puede matarte una idea, puesta en la cabeza de otro.

La guerra es un odio colectivo. Un asesino es generalmente un ser despiadado, un monstruo con forma humana. Pero durante una guerra, un ser humano, que en otras circunstancia jamás habría levantado la mano contra ti, te disparará solo por el uniforme que portas…y sobre todo porque si él no dispara antes probablemente pasará a ser el protagonista del funeral.

Esos días dos mil historias escribieron su último renglón, miles de futuros se borraron de su invisible muro.

Edouard  Murió por nada, como muere casi todo el mundo. Nadie viene a poner flores sobre su tumba, solo la primavera. Tal vez fue amado, o puede que en realidad se tratara de un miserable. Hoy nada de eso importa a nadie, solo al bosque. Dentro de unos años la cruz, podrida, se quebrara. Sus restos se perderán bajo dos o tres otoños y alguna helada invernal. Y entonces, Edouard  Ivaldi dejara de haber existido. Y con el aquel que lo mató, sin saber jamás quien fue aquel pequeño enemigo al que abatió.

Posdata: Edouard Marius Ivaldi murió un 30 de abril de 1917. Su nombre aún no se perderá, sigue inscrito en el monumento a los caídos de la guerra de su localidad de origen, Les Pavillons-Sous-Bois, en las afueras de París. Descanse en Paz…