Nunca he sabido quien soy. Seguramente, jamás lo sabré.
No puedo entrar en el cerebro de ninguna otra persona. Ni
conocer lo que piensa. En realidad, al final, estoy solo en todo esto. Ese no
tener la seguridad de que mis dudas no son solo mías, el miedo a no ser
“normal”, siempre me preocupó. Me hubiera gustado poder tranquilizarme con la
certeza de que no solo yo sufro por tonterías, que no era el único que no
terminaba de aceptarse, de dejar de padecer por si no iba en la buena dirección,
de preguntarme por qué, de sentirme solo pero no ser capaz de remediarlo.
Y sin embargo, es imposible. Siempre, por mucho que vea, lea
u oiga, quedara una sombra de incertidumbre, que por muy oculta que este seguirá
existiendo, oscureciendo cuando menos me lo espere el sendero de mi vida.
Quisiera entenderme, saber que siento, y por qué lo hago.
Calibrar mis inhibiciones, levantar la cabeza en lugar de agacharla, sacudirme
la timidez, disfrutar cuando el resto lo hace, desterrar los agobios, derrotar
a los complejos. Evitar sentirme una marioneta incapaz de dominarse a si mismo,
presa de algún fantasma de la infancia.
Esa sensación, la de verme manejado en ocasiones por una
especie de autista interior, un otro yo que parece solazarse en la soledad, que
casi me corta el habla y restringe mis movimientos, como si pretendiera hacerse
invisible a costa de convertirme en un antisocial, es uno de esos retazos del
pasado que no termina de marcharse, que no acaba de morir.
Y no puedo dejar de preguntarme si algún día lo hará, si
conseguiré que el miedo al ridículo desaparezca, si lograré romper esos muros
invisibles pero reales que evitan que yo sea yo cuando hay demasiada gente, que
hacen que mi lengua se trabe y parezca más idiota (o aún más idiota), de lo que
soy.
Al menos, lucharé.
Aunque el resultado, cuando concluya la batalla, sea el mismo...
No hay comentarios:
Publicar un comentario