Algunos dicen que una vida no termina hasta que se borran los últimos
restos de su memoria. Es como la humedad que queda en la tierra tras la lluvia,
todo lo que fueron tus actos empapan el mundo que te rodea, y permanecen allí,
como recuerdo a lo que fuiste, aun cuando tu cuerpo se desvaneció largo tiempo
atrás.
Pero… ¿Y si de tu memoria solo queda un cartel oxidado, clavado en una cruz
rota, sobre una tumba perdida? ¿Un nombre y una fecha pueden atarte aún al
mundo, o solo son una especie de ticket de salida?
“Aquí yace Edouard Ivaldi…”, cabo, muerto en Dios sabe que gloriosa
ofensiva (o tal vez en alguna fiera defensa), en honor a la patria, al
ejercito, o a este solitario y embarrado rincón donde quedó su cuerpo.
Durante unos días este miserable solar, donde nada crece demasiado ni nadie
reclamó nunca, se convirtió en el centro de todos los partes de guerra. Día a día
se hablaba de ganar cien metros, de tomar la cota 130 y del heroísmo de nuestro
ejército. Cada una de esas frases estaba escrita con la sangre de un soldado,
de un batallón, de un regimiento.
Y cuando la batalla y la guerra trasladó su voluble atención unos kilómetros
más allá, las piedras continuaron su eterno descanso, ahora con la compañía de
unos miles de jóvenes huesos.
En sus castillos de la retaguardia, los generales escribirían en las órdenes
del día que los objetivos habían sido alcanzados. Se había logrado elevar un
muro contra el enemigo.
Había sido alzado con los cadáveres de cientos de soldados. Uno de ellos
(ahora poco más que una especie de metafórico ladrillo humano) era el de
Edouard.
Supongo que alguien le lloró entonces. En su casa, en alguna perdida aldea
de la Isla de Francia, una carta timbrada con un sello oficial sería entregada
de manos de algún adusto oficial, y unos padres desconsolados (y analfabetos)
pedirían al portador de la misiva que les leyera el epitafio de una vida.
Sobre la chimenea una fotografía iría descoloriéndose, mientras las flores
se marchitaban a su alrededor. La hija de los vecinos lloraría en silencio
durante unos meses, para terminar casándose, tiempo después, con el hijo del
panadero…
El bosque creció sobre el campo de
batalla. La sangre de los muertos regó sus raíces que cubrieron como una
mortaja verde los despojos de la guerra. De cuando en cuando una mina convertía
a un corzo en charcutería instantánea, pero poco más turbaba el descanso del guerrero.
Edouard no fue un Héroe. Según contaba su esquela murió cumpliendo su
deber…O tal vez es que, simplemente, su deber era morir.
Cien hombres más murieron allí el mismo dia. Nadie los recuerda hoy. Había
obreros, dependientes, muchos campesinos y hasta algún escritor maldito. Las
balas que los mataron no hicieron distingos. Nunca lo hacen. No son jueces,
solo verdugos. No distinguen al malvado del bondadoso, al viejo del joven. Cien
gramos de metal, una capsula de muerte de las que se facturaban millones en
unas horas aquellos días, bastaban para acabar con 30 años de existencia y
quien sabe cuántos mas de futuro.15 céntimos, el precio de un cartucho, eso es
lo que valía entonces una vida humana.
En su lapida ponía muerto por la Francia, como hubiera podido decir
Inglaterra o Alemania. Nadie muere por un nombre, sino por una bala. Como mucho
puede matarte una idea, puesta en la cabeza de otro.
La guerra es un odio colectivo. Un asesino es generalmente un ser
despiadado, un monstruo con forma humana. Pero durante una guerra, un ser
humano, que en otras circunstancia jamás habría levantado la mano contra ti, te
disparará solo por el uniforme que portas…y sobre todo porque si él no dispara
antes probablemente pasará a ser el protagonista del funeral.
Esos días dos mil historias escribieron su último renglón, miles de futuros
se borraron de su invisible muro.
Edouard Murió por nada, como muere
casi todo el mundo. Nadie viene a poner flores sobre su tumba, solo la
primavera. Tal vez fue amado, o puede que en realidad se tratara de un
miserable. Hoy nada de eso importa a nadie, solo al bosque. Dentro de unos años
la cruz, podrida, se quebrara. Sus restos se perderán bajo dos o tres otoños y
alguna helada invernal. Y entonces, Edouard
Ivaldi dejara de haber existido. Y con el aquel que lo mató, sin saber
jamás quien fue aquel pequeño enemigo al que abatió.
Posdata: Edouard Marius Ivaldi murió un 30 de abril de 1917. Su nombre aún
no se perderá, sigue inscrito en el monumento a los caídos de la guerra de su
localidad de origen, Les Pavillons-Sous-Bois, en las afueras de París. Descanse
en Paz…
Hacía tiempo que no escribías. Me alegro de que hayas roto el silencio. Es muy hermoso...
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