miércoles, 1 de diciembre de 2010

La emperatriz y el banco

La emperatriz paseaba por los jardines, solitaria, con apenas media docena de damas de compañía girando a su alrededor, como planetas en órbita alrededor de una estrella.

Aburrida, de si misma y de la insulsa conversación de sus frívolas acompañantes, un impulso le hizo cambiar el rumbo. Abandonando los senderos conocidos, se internó en zonas del parque jamás holladas por sus delicados zapatos.

Y allí, bajo la cortina de verdor que una hilera de centenarios árboles tejía en el horizonte, divisó un banco.

Y junto a el, marcial como solo sabe serlo un soldado de la guardia, un recio muchacho, arma al hombro, vigilaba.

El que, era un misterio.

La emperatriz se acercó, mientras el militar se cuadraba (aun más). Curiosa, le preguntó el motivo de su presencia en aquel escondido rincón, a lo que el enrojecido joven solo pudo responder con un balbuceante: Cumplo órdenes, su alteza.

Nada más. No entraba en su deber cuestionarlas, solo sabia que existía un puesto de guardia en el parque, junto al banco, y que hoy le había tocado a el guarecerlo. Desconocía el motivo, pero al menos desde que el entró en el destacamento el lugar siempre estuvo protegido.

La noble dama siguió su camino, pero en su pensamiento aun perduraba la desazón. Quería resolver el misterio, y así, cuando por la noche, en la cena, se encontró con su imperial marido, le transmitió su inquietud.

El, galante, encargó a su Edecán que encontrara la solución del enigma. El Edecán, un militar de alto cargo, transmitió el deseo del emperador al chambelán de palacio. El chambelán pasó las órdenes del Edecán a su ayudante…el cual al menos tomó la sabia decisión de hablar con el archivero. El pobre hombre tuvo que trabajar a destajo, durante un par de días, hasta que por fin encontró la respuesta…que rápidamente fue pasando de mano en mano hasta que a la hora del desayuno llegó a la del monarca, que, tras leer el mensaje sin apenas prestarle atención se lo paso a su reina.

Y por fin, la dulce soberana pudo respirar tranquila…Lo que decía la nota, era lo siguiente. Medio siglo atrás, durante el gobierno del primer Napoleón, el banco del parque había sido pintado. Para evitar que las princesas de la corte, distraídas, pudieran sentarse en el, manchando sus ropas, alguien había mandado colocar un centinela que advirtiera del peligro…

Pero, errores de la burocracia, nunca jamás, nadie, había pensado en cancelar la orden. Así que, día tras día, año tras año, un valeroso soldado permaneció apostado junto al peligroso banco, para evitar quien sabe que malignas intenciones por parte de tan malévola pieza de mobiliario. Porque ya se sabe, nunca hay que fiarse de los bancos…

Posdata: Lo que he contado aquí es, básicamente, verídico. Es una historia que cuenta Luis Carandell en su libro “Anécdotas de la política”, y la emperatriz protagonista es Eugenia de Montijo, que fuera esposa de Napoleón III, emperador de los franceses.

1 comentario:

  1. ¿en esa época a nadie se le ocurría poner un letrero? ¿o es que usaban guardias hasta para ir al retrete?

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